Armando el rompecabezas de la vida
Watson y Crick partieron del muy sensato principio de que para entender cómo funciona algo, primero hay que saber cómo está hecho. Por ello, decidieron concentrarse en averiguar la estructura molecular del ADN.
En 1951, cuando comenzaron a investigarlo, ya se conocía algo sobre la estructura de la intrigante molécula. Se sabía, por ejemplo, que contenía carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo. También se sabía que está formada por largas cadenas de unidades llamadas nucleótidos (véase recuadro).
La columna vertebral de la molécula está formada por fósforo (en forma de grupos fosfato) y el azúcar desoxirribosa. De esta columna sobresalen las llamadas bases púricas (adenina y guanina) y pirimídicas (timina y citosina). Se pensaba que, de alguna manera, la información genética del ADN estaba “escrita” en el orden de las bases en la molécula. Lo que no se sabía era cuántas cadenas formaban una molécula, ni cómo se acomodaban una respecto a otra.
Finalmente, se contaba también con un dato curioso: estudiando ADN de diversas especies, el bioquímico austriaco Erwin Chargaff había encontrado que el contenido de adenina era siempre igual que el de timina, y el de guanina era igual al de citosina (aunque las proporciones de adenina + timina y guanina + citosina variaban según el organismo de que se tratara). Nadie podía imaginar qué significaban estas “reglas de Chargaff”, pero estaba claro que no se trataba de una coincidencia.
Por aquel entonces, Watson era un “niño genio” de 23 años. Había obtenido su doctorado en Chicago, donde se había especializado en ornitología (el estudio de los pájaros). Había ido a Copenhague, Dinamarca, a estudiar genética, pero como encontró poco estimulante el ambiente, decidió mejor ir a Cambridge, Inglaterra, al famoso Laboratorio Cavendish, donde se aplicaba una nueva técnica conocida como “cristalografía por difracción de rayos X” (véase recuadro) para estudiar la estructura de moléculas biológicas, sobre todo proteínas.
Crick, por su parte, tenía 33 años y, luego de estudiar física y trabajar en el desarrollo del radar, durante la Segunda Guerra Mundial, había ido a dar al mismo laboratorio. Se reconocía ampliamente su gran inteligencia, pero hasta el momento no había logrado obtener un éxito importante. Como la mayor parte de los científicos que trabajaban ahí, se interesaba en averiguar la estructura molecular de las proteínas.
La historia se complica
Y es aquí donde entran en escena otros dos personajes importantes de esta historia. Así como en el Laboratorio Cavendish se aplicaba la cristalografía por difracción de rayos X para estudiar la estructura de las proteínas, en el King’s College, en Londres, el físico Maurice Wilkins hacía lo mismo con el ácido desoxirribonucleico. Durante años, Wilkins había estado tratando de obtener (e interpretar) buenas imágenes del complicado patrón que producían los rayos X al pasar a través del ADN. Su hábil colaboradora, Rosalind Franklin, llegada recientemente, había logrado algunas imágenes especialmente claras, y comenzaba a estudiarlas, aunque al parecer no gustaba mucho de comunicar sus resultados a Wilkins.
La cristalografía de rayos X | No es casual que Watson y Crick fueran a dar al Laboratorio Cavendish: la cristalografía de rayos X, que ahí se desarrolló, era una técnica novedosa que había permitido, por primera vez, “observar” cómo estaban acomodados los átomos que forman una molécula. Habitualmente, los métodos químicos habían bastado para deducir cómo tenían que estar ordenados en el espacio los átomos en un compuesto. Pero esto sirve sólo para moléculas simples, formadas por unos cuantos átomos; quizá unas decenas. Para moléculas gigantes como proteínas o ácidos nucleicos se necesitaba un método más directo. Usar un microscopio convencional (que usa luz) no era una posibilidad: con él pueden verse bacterias, pero los átomos son varios miles de veces más pequeños. Incluso utilizando el microscopio electrónico, perfeccionado en 1937, las proteínas y el ADN sólo se podían ver como manchitas borrosas. | Los rayos X, a diferencia de la luz visible y los electrones, son ondas cuyas oscilaciones (su “longitud de onda”) son muy pequeñas. Tanto que pueden usarse para “ver” átomos. De modo que, en teoría, podrían usarse los rayos X, haciéndolos pasar a través de una muestra de proteínas (o ADN), para obtener una imagen de los átomos que lo formaban. Por desgracia, no hay lentes que puedan enfocar los rayos X, como las lentes de cristal en un microscopio óptico enfocan la luz, o los campos magnéticos en uno electrónico enfocan los electrones. Lo único que se podía hacer era dirigir el haz de rayos X a través de la muestra y colocar del otro lado una placa fotográfica, de modo que se obtenía una serie de manchas. Posteriormente, utilizando técnicas matemáticas, podía intentar deducirse dónde tenían que estar los átomos de las moléculas para haber desviado (difractado) los rayos X de manera que se produjera ese patrón de manchas en particular. |  | |
Cuando Watson y Crick comenzaron a interesarse en la estructura molecular del ADN, estaban en cierto modo entrando en el campo de estudio de los expertos Wilkins y Franklin. Los “entrometidos” Crick y Watson no estaban suficientemente capacitados para obtener e interpretar patrones de rayos X. Pero en cambio, tenían ideas frescas.
Las proteínas que se estudiaban en el Cavendish, al igual que el ADN que se estudiaba en Londres, están formadas por miles de átomos. Desentrañar su estructura exclusivamente a partir de los datos de difracción de rayos X era un problema mayúsculo (¡sobre todo en esa época en que no había computadoras!). Fue por eso que Crick y Watson tuvieron que utilizar una vía corta.
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